sábado, 26 de abril de 2014

Capítulo 2

Primero llegó el sonido.


Marzo. 1985. El origen.

El viernes 1 de marzo de 1985 se celebró una fiesta en el Palacio de Exposiciones y Congresos de Madrid. Asistieron varios cientos de personas, entre ellas el presidente de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina. Los discursos fueron breves y hubo algo de charanga: una asociación recién creada de chulos y manolas animó el convite. Lo institucional y lo castizo se unieron aquel día para dar la bienvenida a Onda Madrid. Jorge Martínez Reverte, el primer director general de la criatura, tomó entonces la palabra, según publicó el diario El País: “Se trata de una radio pública, participativa, pluralista y democrática, que por su propia filosofía queda abierta a todo el mundo”.
   
La emisión en pruebas había empezado unos días antes. Desde el 19 de febrero, Onda Madrid podía sintonizarse en el 101.3 del dial FM. La emisora se encontraba en la Calle García de Paredes, en la primera planta de un edificio que compartía con la Delegación de Gobierno de Madrid. Había tres estudios –un control central, otro de continuidad y otro de grabación-, las paredes eran de color verde y el suelo naranja. Veinte periodistas –diez redactores y diez auxiliares de redacción- además de un buen número de técnicos y administrativos se incorporaron a la nueva empresa pública, que comenzó a emitir sin interrupción durante las 24 horas del día. Sin hacer demasiado ruido, una nueva y dicharachera compañera se había instalado en las casas de los madrileños.
  
El proceso de selección de personal fue muy reñido. Dos mil periodistas se presentaron a las primeras oposiciones. Luis Greciano, que había obtenido plaza como funcionario en un ayuntamiento del sur de la Comunidad, era uno de los aspirantes: “Mi familia quería que fuese abogado, pero yo había decidido ser periodista y estaba dispuesto a abandonar un trabajo seguro por algo que todavía estaba en gestación. Tuve que pasar tres exigentes pruebas para poder convertirme en… ¡auxiliar de redacción!”.  El primer examen consistía en un test de actualidad: los candidatos debían responder a cien cuestiones sobre asuntos que aparecían en la prensa. A continuación, en una segunda prueba, tenían que demostrar sus conocimientos sobre la realidad autonómica, elaborar una noticia y entrevistar a un personaje. La prueba definitiva era de locución. La convocatoria de estas pruebas se anunció través del BOCAM. Los veinte redactores que finalmente aprobaron comenzaron a trabajar en Onda Madrid en Febrero de 1985. Luis Greciano fue uno de los elegidos: “Nunca me he arrepentido de elegir este camino Como periodista he vivido los mejores y más enriquecedores años de vida” dice hoy, poco después de su despido.

Tiempos precarios.

Onda Madrid contaba con tres unidades móviles, una principal y dos auxiliares. El vehículo principal era un auténtico estudio de radio ambulante; los auxiliares eran dos modestos Citroën AX: un par de tartanas, vaya, que se tambaleaban cada vez que el técnico tenía que desplegar la antena situada en el techo. Tras un cursillo rápido –demasiado rápido, quizás- que les permitió familiarizarse con la tecnología, los jóvenes reporteros se lanzaron a la calle. La primera cobertura en directo la hizo un periodista que se hacía llamar Gustavo Vallecas –y no Gustavo Adolfo Tardón, como reflejaba su partida de nacimiento- en un gesto de vindicación del barrio donde nació: “Aquella primera crónica trataba sobre la remodelación de la Puerta de Sol. Después hubo muchas más. Yo estaba siempre en la calle. Conectaban conmigo varias veces a día desde distintos sitios para el magazine de la mañana. Y no siempre teníamos la unidad móvil. A veces no quedaba más remedio que entrar en directo desde una cabina telefónica. Llevaba una grabadora y una cinta de casette. Al tiempo que contaba lo que había sucedido, tenía que estar pulsando al play y al stop para que entrasen bien los cortes. Tenías que ser muy hábil, pero al final era cuestión de práctica y, más o menos, la cosa salía". Tampoco era extraño que los redactores hiciesen la llamada desde un bar: el plumilla de turno desarmaba literalmente el teléfono del local ante el asombro de su dueño para pinchar el casette directamente al auricular y conectar con la emisora. Encargados y camareros solían ser bastante comprensivos con los pobres informadores.
   
Gustavo se había fogueado, en el periodismo y en la vida, como freelance. Era un verdadero todoterreno. Fotografiaba escenas de la vida cotidiana de los jóvenes de Vallecas que después publicaba en revistas como Sábado Gráfico, Interviú Diario 16. Latía en aquellas crónicas de barrio la obsesión por la mirada, por captar la esencia de las cosas, de los acontecimientos y de las personas. Sus crónicas sobre el traslado de los chabolistas de Vallecas al nuevo barrio de Fontarrón y a las Nuevas Palomeras, un hito del urbanismo social europeo, son hoy un fabuloso documento histórico. Pero eran tiempos duros para la profesión. A principios de los años 80, el país atravesaba una grave crisis económica. Los jóvenes periodistas recién salidos de la facultad no tenían muchas oportunidades. Los trabajos eran precarios y apenas se hacían contratos laborales. Gustavo recuerda cómo, en cierta ocasión, harto de que Pedro J. Ramírez le adeudase sine die el pago de los reportajes gráficos que él entregaba con puntualidad, se llevó una máquina de escribir del despacho del director de Diario 16. Melchor Miralles, entonces jefe de la sección de Local, trató de impedirlo. En la misma puerta del edificio, Gustavo fue interceptado por un agente de policía nacional, le confiscaron la vieja Olivetti y le condujeron a Comisaría de San Blas en un furgón policial.

  -¿Por qué lo has hecho?  –espetó el Comisario.
Gustavo le mostró los reportajes que había publicado en Diario 16.
  -Esto lo he hecho yo, señor comisario, y en tres meses no he visto una pela.
  -¿De verdad que lo has hecho tú? Entonces, chaval, vuelve al periódico y llévate esa máquina de escribir, que te la has ganado. Y no vuelvas por aquí.

Apropiarse de máquinas de escribir ajenas debía estar considerado entonces un delito menor, sobre todo si el mangante era un periodista necesitado. José Antonio Alfonso también tuvo que tomar prestada indefinidamente una para poder escribir. Lo hizo de la segunda planta del edificio de García de Paredes, donde trabajaban los administrativos de la delegación de Gobierno. Cuando llegó a la emisora era un becario de 20 años que estudiaba 3º de Periodismo. La redacción había comenzado a funcionar ese mismo día y no había máquinas para todos, de modo que al último en llegar le tocaba escribir a lápiz. Pero Alfonso -a quien pronto comenzaron a llamar Managua por su afición a debatir con vehemencia sobre la Revolución Sandinista- supo ingeniárselas: “Fue bastante fácil: aproveché que por la tarde los funcionarios no trabajaban para subir y coger una”. Y así, gracias a aquella Lexicon 80 negra y de carro grande, imperfecta porque le faltaba una letra, pudo escribir su primera crónica para Onda Madrid. Después, durante los 28 años que permaneció en la casa, tendría tiempo de escribir muchas más.
  
Eran los tiempos del papel tricopia y de los rollos interminables de teletipos, así que la imaginación era una cualidad muy valiosa: “Un día se nos vino el mundo encima –recuerda Managua-. Resulta que se estropearon los teletipos, no había ordenadores, no teníamos convocatorias. El editor estaba  atemorizado y se fue corriendo a la Agencia EFE a buscar los rollos de teletipo. Apareció cuatro horas después con un montón de noticias bajo el brazo. Pero llegó tarde, porque mientras él había estado fuera los redactores nos pusimos a llamar a las asociaciones de vecinos y a gente que conocíamos, y entre todos sacamos adelante aquel Informativo. Y fue el mejor que recuerdo, porque pudimos contar lo que estaba pasando a nuestro alrededor, y todas las noticias que dimos eran nuestras. Eran primicias”.

La Voz de los madrileños.

La ilusión de los trabajadores compensaba con creces la precariedad de medios. Los redactores del magazine matinal –A todo Madrid, dirigido por Magín Revillo- entraban a trabajar a las dos de la madrugada porque el programa empezaba a las seis y se prolongaba hasta el mediodía. Cada cuarto de hora había un boletín informativo que debía aportar nuevas noticias o actualizar datos en las ya existentes. Félix Ortega, el subdirector de Onda Madrid, había trabajado en EEUU y pretendía introducir en España un nuevo modelo de periodismo radiofónico, más vivo y ligado a la actualidad, pero el programa carecía de redactores suficientes para tamaña ambición.
   
Blanca Landázuri, una de las pioneras de la casa, reconoce que había días en los que tenía que entrar en directo cinco o seis veces al día desde lugares distintos, improvisando el guion sobre la marcha: “Hacíamos todo tipo de noticias. Recuerdo una en la cárcel de Carabanchel. Estábamos con una unidad móvil porque había una huelga de funcionarios de prisiones, llevaba un inalámbrico que debía pesar unos doce kilos, pasé todos los controles y, cuando ya estaba dentro, estalló un motín. Los reclusos aprovecharon que todos los guardias estaban reunidos y se amotinaron. Pude contar lo que pasaba desde dentro hasta que se agotó la batería”.
   
Según cuenta Blanca, que había llegado a Madrid desde su Soria natal para estudiar periodismo, se daba mucha relevancia a la información local. Así fue cómo descubrió cada rincón de la Comunidad de Madrid, una autonomía todavía balbuciente, pues se había constituido en 1983: “Cada día hacíamos el programa desde un lugar distinto, montábamos allí la unidad móvil y entrevistábamos a todo tipo de gente. Conocimos a personajes muy curiosos y entrañables. Hacíamos concursos, contábamos las leyendas y tradiciones del lugar, y divulgábamos su historia y su gastronomía. Recorríamos los pueblos y nos convertíamos en noticia allí donde íbamos: los ayuntamientos colocaban carteles para anunciarnos y los vecinos nos recibían con los brazos abiertos. El objetivo era hacer Comunidad de Madrid. Había pueblos a los que nunca antes había ido una radio”. Con la información política sucedía algo parecido. Las instituciones de la Comunidad de Madrid eran aún bastante desconocidas por los ciudadanos y hubo que trabajar desde cero. Pepe Frutos era el redactor que se ocupaba de la información del Gobierno regional: “Entonces existía una gran confusión. Mucha gente no sabía qué funciones tenían la Asamblea de Madrid, las consejerías, la delegación de Gobierno o los ayuntamientos”.
   
Frutos, como tantos otros jóvenes de la época, decidió ser periodista a finales de los años 70, después haber visto por televisión decenas de capítulos de la serie Lou Grant, en la que se radiografiaba el trabajo cotidiano de la redacción de un diario de Los Ángeles. Aquélla era una visión algo idílica del periodismo: la ética y el compromiso prevalecían siempre sobre lo inmoral, aunque la sombra de la corrupción nunca andaba demasiado lejos. Entre la joven redacción de Onda Madrid palpitaba ese mismo sentimiento de lealtad hacia la noticia, hacia un público que tenía derecho a conocer siempre la verdad. El clima que se respiraba era de libertad porque los políticos de turno apenas intervenían y los directivos de la emisora concedían un amplio margen de confianza a los profesionales. Pepe Frutos subraya que “cuando el periodismo y la política chocaban se imponía el periodismo porque no existía el miedo”; Para Blanca Landázuri, aquélla era una radio “muy heterodoxa y muy libre”; Managua prefiere definirla como “indómita”; y Gustavo Vallecas asegura que la información que se trataba de hacer era “libre, veraz, plural y contrastada”, cuatro adjetivos que menciona siempre que habla de su trabajo.
  
De aquella época, el periodista vallecano solo recuerda un pequeño conflicto. Fue en un acto del Ayuntamiento. Juan Barranco, entonces alcalde de Madrid, estaba colocando la primera piedra de unas futuras piscinas, cuando se dirigió a unos niños y les dijo: “Mirad, chavales, dentro de un año en este solar habrá unas piscinas municipales donde os podréis bañar”. A Gustavo aquello le pareció indigno: “Era propaganda política, así que le puse la grabadora al chaval y le pregunté cómo sabía si lo que el alcalde le estaba diciendo era verdad. Barranco se enfadó, me dijo que le tenía harto y después llamó a la redacción para exigir una disculpa pública, porque aquello se había emitido tal como sucedió. Yo me negué a disculparme. Pensé que había hecho lo correcto. Creo que Juan Barranco, al menos en aquel momento, perdió el control. En general no era mal tipo".
  
Blanca Landázuri vivió un incidente parecido. Sucedió mientras cubría unas elecciones sindicales en la ONCE. “Entrevisté a los representantes sindicales. A Miguel Durán, entonces presidente de la organización, no debió gustarle, porque llamó a mis jefes para advertirles que, si esa información se daba, él retiraba la publicidad de la cadena. Reverte le dijo que podía hacer lo que quisiera. La información se emitió tal cual. Estuvimos cinco o seis meses sin publicidad de la ONCE”.
  
Según Managua, “en aquellos primeros tiempos convivían dos modelos radiofónicos, uno de información más clásica, rigurosa y comprometida con los ciudadanos, y otro modelo más alternativo”. El polo bohemio y posmoderno lo encarnaba el propio director general, el novelista e historiador Jorge Martínez Reverte, bien escudado por cierto número de vanguardistas, sobre todo en el campo musical. A mediados de los años 80, Madrid se desperezaba del fulgor de la movida, que tanto debía a las ondas hertzianas, y la creatividad seguía en buena forma incluso después de la resaca. Existía la creencia de que una vuelta de tuerca más era todavía posible. Por eso, en 1988 el 60 por ciento de la programación de Onda Madrid era musical, con espacios tan variados como originales: “Un programa de flamenco presentado por Juan Verdú, otro de música latina y hasta uno de heavy metal que se emitía en un horario disparatado –de tres a cinco de la madrugada- y recibía más de 170 llamadas en directo todas las noches”, afirma, todavía alucinado, José Antonio Alfonso.
  
Una anécdota, relatada por Pilar Barinaga, que entonces trabajaba en el departamento de publicidad, resume la personalidad del atípico director general: “Había una becaria en la redacción. Se llamaba Rocío del Cerro. Un día, mientras preparaba una información, se quedó sin tabaco. Vio a un tipo que pasaba por allí:
  
   -Perdona, majo, puedes bajar al bar a comprarme un paquete de tabaco. Te doy los veinte duros.
   -Ahora mismo voy.
A los diez minutos, el tipo regresó con el paquete de tabaco y el cambio. Rocío le dio las gracias y siguió enfrascada en su crónica. Al cabo de unos días, el tipo volvió a pasar por la redacción.
    -Anda, ahí está ese señor tan majete que el otro día me fue a comprar tabaco.
   -Es el director general -le respondió una compañera.
Y Rocío, toda avergonzada, fue a esconderse al baño”.   
  
Con una programación tan abierta a la imaginación como aquélla, adquirían pleno sentido espacios como el que presentaba Teresa Carazo: “Se titulaba La ventana de Nicéforo. Era un programa de historia de la fotografía que yo les propuse. Hacer algo así en la radio parecía disparatado, pero funcionó muy bien. Organizábamos concursos y recibíamos un montón de llamadas”. Después de aquella experiencia tan insólita, Teresa –soriana como Blanca- se empapó de la cultura popular madrileña, acudiendo cada mañana a un mercado de abastos para enseñarnos a preparar recetas de cocina en el programa de Magín Revillo.
  
Puede que la nostalgia disimule algunas sombras, pero no las encubre. Pilar Vázquez de Prada es especialmente crítica con aquellos primeros tiempos: “A veces se echaba en falta algo más de profesionalidad por parte de los responsables”, y recuerda un trágico suceso que se produjo en Madrid el 12 de abril de 1985, apenas dos meses después del comienzo de las emisiones: un atentado terrorista, el primero atribuido en España a la Yihad Islámica, que causó 18 muertos en el restaurante El Descanso: “Aquel día los directivos fueron incapaces de reaccionar. En ese momento se estaba emitiendo un programa de humor y no fueron capaces de cortarlo para informar en directo de aquel suceso, a pesar de que casualmente había una periodista en el lugar de los hechos”. Pilar, que después se especializaría en información internacional, sostiene que “los políticos no creían en la Radio. El propio Leguina pretendía cerrarla, no era consciente de la importancia que podía tener. Ni siquiera el director general confiaba demasiado en el proyecto. Y tampoco es que hubiese una conciencia ciudadana. Quienes sí creíamos éramos los trabajadores. Y fue gracias a nosotros que aquello fue creciendo”.
  
Según datos del CIS, en 1987 la audiencia de Onda Madrid era de 70.000 personas. Había una plantilla de 120 empleados. Las pérdidas acumuladas durante los tres primeros años ascendían a 700 millones de pesetas (unos 4.200.000 euros) y los ingresos por publicidad eran escasos.         

Nadie espera, sin embargo, que un medio de comunicación público sea rentable. Lo único que puede esperarse de él es que cumpla una función social. Fue precisamente ese propósito de servicio útil para la ciudadanía el que permitió que comenzase a fraguarse, aquel mismo año, la idea de una televisión pública en la Comunidad de Madrid. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario